Sanaste la herida abierta que llevaba en el alma, sin siquiera saberlo, sin
sospecharlo. Hiciste que mi corazón latiera con el vigor de antaño, con la alegría de un niño. Me devolviste la inocencia, la dulzura y la fe en el amor verdadero.
Pero debo decir que al hacerlo abriste un vacío que hoy me sacude y estremece. Gracias a ti desapareció el fantasma que me seguía por años, pero apareció un monstruo al que le temía. Tengo un sabor amargo, una triste sensación, porque sé que no has tenido más que buenas intenciones.
Te has convertido en una maravillosa dualidad: la cura y la enfermedad, el ying y el yang, la luz y la sombra. Te quiero y a la vez le temo a este querer.
No quiero declararle una guerra a lo que siento, es demasiado intenso y hermoso como para ocultarlo. Y aunque suene a paradoja, decirte la verdad puede ser un acto suicida para el que necesito una valentía que no tengo. A esta hora del juego, escribirlo y no decírtelo suele ser la mejor opción.
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